viernes, 9 de julio de 2010

LA ABUELA

Su silueta reflejada, sobre la yerba y los cafetales, la hacían ver flaca, larga, como si el fantasma realmente fuera ella, el candil en su mano izquierda, amenazaba con apagarse, la flama languidecía y a veces crecía, como los gritos lastimeros de la llorona ¡ay mis hijos¡, gritos que se perdían en la inmensidad del monte y de los cerros, gritos que hasta los perros, hacía que se les enchinaran los pelos del lomo, lanzando un gran aullido, no se si de dolor de miedo o de angustia, ¡auuuuuuu¡, sólo ella permanecía inmóvil, quieta, escuchando las gritos de la llorona para ir tras ella.

La noche era fría de ese frío que cala los huesos, que se mete por entre la ropa, que se desliza por entre los tejidos de cualquier abrigo, de cualquier prenda y sientes como te abraza con sus manos y brazos helados; la luna en lo alto, el cielo estrellado, todo se conjugaba para hacer de esa una noche de terror, hasta los grillos temerosos habían dejado de cantar, las ranas habían preferido guardar sus cantos, el silencio era absoluto.

Agustina no era cualquier mujer, se había creado con la más férrea disciplina del trabajo doméstico y de campo, había crecido entre los montes, en la ladera de aquel cerro, entre cafetales, jinicuiles, naranjos, corriendo libre, cual viento, trepando árboles de naranja, esa  había sido su escuela, ayudando en los quehaceres de la casa, no había tenido tiempo para jugar con las muñecas, para ir con las niñas a la escuela, para ir con las jóvenes a los bailes, esa vida no la había conocido, su vida era el trabajo, por amigos los perros, los cerdos, las ardillas, los armadillos. Su casa de piedra rustica, en medio de las faldas de aquel cerro que le daba todo para vivir, comida, agua, maíz, animales, frutas, que más podía pedir, la vida era simple. Su fecha de nacimiento era incierta, su acta de nacimiento se había perdido,  a falta de acta  del registro civil, guardaba un pedazo de hoja a rayas, arrancada de cualquier cuaderno en el que su hermano había escrito la fecha de su nacimiento, mil novecientos seis, su vida arrancaba con el siglo.

Ya joven, cuando su padre cortaba naranjas, o cualquier otro producto, tenía que acompañarlo a vender, no había autobuses, subía caminando, por las veredas de ese cerro, por la escalera de piedra, afianzándose de donde se podía, con una lona acuestas, avanzaba lentamente, hasta llegar a la cima de ese cerro y llegar a Banderilla a vender sus productos, entre descanso y descanso, no podía dejar de admirar la belleza de esos campos; el aire pegaba sobre su cara, llenaba sus pulmones de ese aire limpio, muchas veces la vista no era del todo agradable, cuando no de un árbol pendía un cuerpo balanceándose con el aire, él cual yacía ahorcado, otras veces los cuerpos estaban tirados por el camino muertos producto del pistolerismo de esa época, que tenia entre otros objetivos a quedarse con la tierra o la mujer del difunto; la altura de ese cerro le alcanzaba la vista par a ver al frente hasta Naolinco.

Esa había sido su niñez, su adolescencia, por ello había crecido de esa manera, espigada, flaca, fuerte de físico y de carácter, de andar ligero, rápido, pronto, ágil como cualquier animal de los que habitaban ese cerro.

Había sido testigo de las luchas cruentas entre Villistas y Carrancistas de cómo en algún momento de su vida, esos montes perdieron su paz, su tranquilidad, los cantos de jilgueros, de gorriones, de primaveras, había sido sustituidos por ruidos secos, explosiones, de rifles, había sido testigos como primero uno y luego otros habían llegado a su casa, para pedir comida, arreando con todos los animales de la casa, pollos, gallinas, cerdos, sin que  nadie pudiera decir palabra alguna, obligando a ella y su familia a comer unas tortillas preparadas con maza hecha de plátano tierno, había sido testigo de cómo los generales, por la tarde mandaban invitar a las mujeres solteras que vivían en esas casas dispersas por los montes al baile que ellos organizaban para su diversión y a la luz de candiles y música de viento, donde la guitarra y el violín eran los anfitriones se realizaba la fiesta, ¡pobre de aquellos¡ padres de familia que se negaran a llevar a sus hijas a ese baile, los castigos no se hacían esperar, azotes con el fuete en la espalda desnuda, otros eran colgados, estos eran algunos de los castigos, llegando incluso al fusilamiento de manera arbitraria, como todo lo que sucedía en ese contexto era arbitrario.

Ya de adulta, tenia que levantarse, muy temprano, cuando todos aún dormían para llevar el nixtamal al molino, para que fuera molido y poder hacer tortillas, mismas que tenia que preparar y una vez que el bastimento estaba listo, irse alcanzar a los hombres de la casa, sus hermanos y a su padre al campo, tomaba su machete y su azadón, llegando a trabajar al igual que ellos a la par, hasta que el día fuera cayendo, uno, tras otro día, fueron forjando esa voluntad férrea ese carácter fuerte, ese cuerpo curtido no sólo del sol, si no también de la tierra del aíre, como las raíces de los árboles y de los montes donde ella vivía, sus brazos morenos, eran largos delgados, en los cuales se podían ver en sus venas, correr la sangre con esa fuerza de vida que había adquirido en tantos años de trabajo, sangre que asemejaba los ríos y arroyos que bañaban las laderas de ese cerro, haciendo un suelo negro y fértil, sus brazos morenos, fuertes, rebelaban su enorme vitalidad.

Allí parada en la inmensidad de la noche y de los montes, no hubiera sido posible si no fuera por la vida desarrollada, como creer que una mujer, ya cuarentona, viuda, estuviera en la noche, acompañada de  sus perros y alumbrada como siempre por la tenue luz  de un candil, su  sombra reflejada la hacían ver más enjuta, pero aún conserva esa fuerza física y de espíritu, ¡allí se encontraba,¡ no cazando algún armadillo, u otro animal, ¡no¡, estaba cazando a la llorona. Ella estaba acostumbrada a lidiar con la muerte, siempre decía, de manera melancólica y a manera de orgullo, que había enterrado a sus padres, a sus hermanos, incluso a su marido,  Si las cosas siguen así, voy a enterrar también a Chavela”, ella era su hermana menor y único sobreviviente de esa familia. Otro de sus recuerdos tan cercanos con la muerte, era cuando ella bajaba a traer agua a un manantial que se encontraba como un kilómetro de distancia de su casa y por las tardes, casi oscureciendo, cuando llevaba sobre su cabeza una lata llena con agua, percibía como casi los últimos doscientos metros para llegar a  su casa una sombra se emparejaba con ella caminando, solía decirme “ una ves que cruzaba el corral de la finca vieja, la sombra comenzaba a caminar junto a mi, a unos cuantos metros, podía oír sus pasos en la hojarasca seca. Tenia que apresurarme, para no permitirle a la sombra que me ganara a llegar a la parte alta donde se encontraba la casa. Con la lata llena de agua sobre mi cabeza tenía que apresurar mi caminar”. Era una lucha entre la vida y la muerte, para eso le había preparado la vida, para soportar el peso que llevaba sobre su cabeza, para eso eran sus piernas fuertessi le hubiera dejado que me ganara a llegar a la parte alta, seguramente me habría llevado”   decía de manera muy ufana.

Otra de sus cercanías con la muerte, había tenido lugar, cuando su cuñada Caritina, se encontraba embarazada y junto con ella, su hermana y sus hijos, se encontraban cortando café, en una finca cercana a su casa, en ese lugar existían unas grandes piedras, su cuñada, cansada se sentó a descansar bajo una cueva muy grande cerca de unas matas de café, en eso estaba, ¡cuando se oye un quejido, luego otro y otro¡, lo que hizo que Caritina se levantara de manera apresurada, presa del miedo, la abuela se acercó a palpar el lugar –no te molestes, nadie te va quitar nada- , ¡otro quejido¡ –sólo estaba descansado-. Esos eran sus encuentros con la muerte, muy cordiales, ella solía decir –cuídate de los vivos-. Años más tarde, los dueños de la finca, enterados de tal percance le pidieron que escarbara en ese lugar y sacara el tesoro  que ellos le ayudarían y le darían una parte de lo obtenido, nunca aceptó, su vida era simple no le hacia falta el dinero, sus aspiraciones eran, muy sencillas.

Su marido había encontrado la muerte de manera muy común, como lo era en esos tiempos, muerto a balazos y a traición mientras trabajaba su jornada diaria, su asesino, era alguien que él conocía, pues en el lugar del crimen se encontraron sus huellas  colocadas de tal manera que victima y victimario estuvieron de frente, dos montones de cáscara de cacahuate, uno a lado de cada par de huellas de huaraches;  sin embargo el asesino tuvo miedo enfrentarlo, espero hasta que este dio la media vuelta y se agacho a seguir limpiando maleza de la tierra con su azadón, para matarlo por la espalda, haciendo sobre su cuerpo varios disparos, su marido aún tuvo tiempo de darse vuelta y echar mano de su machete, más ya no tuvo fuerzas para defenderse, allí quedó recargado sobre una piedra. Seguramente su asesino se despidió de él fingiendo irse ya de allí. Ella jamás se volvió a casar, quedando viuda y con dos hijos.  

Ya estaba cansada de escuchar todas las noches a la llorona con su canto lastimero, su hijos aun estaban chicos y se asustaban, no podían dormir por las noches y en el día les daba miedo ir a la escuela, pues para llegar a esta tenían que atravesar muchas fincas sembradas con matas de café, y aunque eran tres los niños que se acompañaban a la escuela, no tenían la misma fortaleza conque ella había sido creada. Su única hija mujer, un día se regreso aterrada, pues ese, ese día en el camino a la escuela se percato, de un árbol de jonote llenos de gusanos de colores rojo, negro y amarillo, que cubrían una porción muy grande del árbol, semejándose a una gigantesca culebra multicolor ;  así que esa noche armada, con  su candil y sus perros se dio  a la tarea de esperar a la llorona, allí en medio de esos montes. 

Llevaba entre sus vestidos guardada una botella con agua bendita, además de varias cruces hechas de palma bendita, por eso estaba quieta, cual felino acechando a su presa, la luz de la luna reflejaba la silueta de la llorona y a cada grito de ella, la abuela, la seguía y clavaba una cruz, previamente rociada con el agua bendita. Había empezado tal ritual, en el patio de la casa, y alrededor de la misma, siguió con la pila donde lavaban la ropa, y al primer grito de ¡ay mis hijos¡ la siguió, la fue llevando, la fue acechando, sus perros se regresaban llenos de miedo y espanto, otros se quedaban quietos echados con la cabeza entre sus manos, llegaron hasta la escalera de piedra fue la ultima cruz que puso en la tierra, ¡si, aún se escuchaban los lamentos de la llorona¡ pero ahora eran más lejanos, más tenues,  sus gritos de ay mis hijos, se oían rodar por las laderas, como una piedra cuesta abajo, la había echado no de los montes pero si de las cercanías de su casa. 

De vez en cuando quienes vivimos por estos lados la hemos escuchado con sus lamentos, algunos se atreven a decir que habían tenido encuentros con ella, saliendo despavoridos, pero ninguno tuvo el valor de enfrentarse a ella, a la mitad de la noche como lo hizo la abuela.
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                                         Jlara.     Diciembre de 2008.